Todos los días levanto los ojos y me encuentro de frente con las obras de Marañón, heredadas de mi querido padre. Pienso a menudo en lo que decía don Gregorio: «la capacidad de entusiasmo es signo de salud espiritual». Hoy vivimos frenéticamente y padecemos una de las peores plagas de este siglo: el estrés. En principio no le damos ninguna importancia, hasta que se sitúa en un primer plano de nuestra vida. Ya sé lo que piensa el lector: «el tiempo es oro».
Ahora bien, como dice mi amigo del alma, Ramón Tamames, «por las mañanas, cuando nos levantamos, nos tenemos que enfrentar a la entropía». El mero hecho de imponer orden en el caos reinante crea un estado de alerta que solo se supera con una actitud mental positiva. En ese aspecto cobra sentido una expresión de Walt Disney: «todos nuestros sueños pueden hacerse realidad si tenemos el coraje de perseguirlos».
Cuando las situaciones estresantes no finalizan (o consideramos que no han finalizado), las demandas de la situación pasan a ser excesivas para nuestro organismo. El cuerpo no puede recuperarse y sufre, por tanto, un gran desgaste. El estrés comienza a cronificarse y se convierte en distrés o estrés negativo. Su influencia es nociva, ya que amenaza el correcto funcionamiento del organismo. Como dijera Heráclito, «la salud humana es un reflejo de la salud de la tierra».
Las reacciones ante el estrés cambian según las características individuales de cada persona. Algunas de las más típicas son:
- Fisiológicas: aumento del ritmo cardíaco, la presión sanguínea, la tensión muscular, la sudoración y la secreción de adrenalina, así como respiración superficial con mayor frecuencia.
- Emocionales: miedo, irritabilidad, humor depresivo, ansiedad, enojo y motivación disminuida.
- Cognitivas: atención disminuida, reducción de la percepción, olvidos, pensamiento menos efectivo, reducción en la capacidad de aprendizaje y de resolución de problemas.
- Conductuales: disminución de la productividad, aumento en el consumo de cigarrillos, incremento del consumo de drogas y/o alcohol; se cometen errores y aumentan las bajas por enfermedad.
Según la teoría del síndrome general de adaptación desarrollada por Hans Selye, el estrés se manifiesta como un proceso que consta de tres fases. La primera es la fase de alarma, en la que todo el organismo adopta un sistema de alerta y se activa el sistema nervioso autónomo. Después, comienza la fase de adaptación, en la que se produce la movilización del aguante físico, emocional y mental para resistir el estrés. Finalmente, aparece la fase de agotamiento psicosomático en la que, al persistir la tensión durante un tiempo, se produce una disminución de las defensas del organismo. En estas reflexiones recuerdo una frase de Franz Kafka: «en la lucha entre uno y el mundo, hay que estar de parte del mundo».
Cuando Juvenal propuso su célebre máxima «mens sana in corpore sano», aludía originalmente a la necesidad de orar para disponer de un espíritu equilibrado en un cuerpo equilibrado. Aún pienso que «el ánimo es la más sana medicina», como diría Salomón.
Pero mi preocupación es cuando se llega a sufrir las manifestaciones clínicas del stress crónico, entre los que destacan: dolores de cabeza, tics nerviosos, insomnio, ansiedad, pérdida del sentido del humor, taquicardias y extrasístoles, tensión y dolor muscular, tics, ardores, indigestión, dispepsia, poliuria, impotencia, amenorrea, frigidez, dismenorrea, fatiga, hipertensión, dolor precordial. De hecho, hay estudios de investigación que demuestran la asociación del stress crónico al infarto de miocardio, ictus, ulcera gastroduodenal, y al cáncer, entre otras muchas patologías.
Y, para acabar, pienso en la genialidad de mi padre que siempre repetía que “detrás de un problema se esconde una oportunidad”. Sin embargo, el sabio de Winston Churchill iba más allá cuando decía que “el pesimista ve la dificultad en cada oportunidad. El optimista ve la oportunidad en cada dificultad”.
Manuel de la Peña, M.D., Ph.D.
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